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Eran los tiempos de esperanzas que todavía olían a nuevo. Eran años de cercenar montes de barro rojo para contruir urbanizaciones, de abrir caminos de bitumul en cada monte verde, de florecer el cemento y los hoteles, de inaugurar represas y estaciones de electricidad y de esperar en el aeropuerto nuevo, que un día sería internacional, la llegada de americanos trajeados de gris tornasolado que mi tío Roberto iba a buscar en nombre de la Compañía de Fomento.
Era que éramos isleños y el mar, por todos lados el mar, era nuestra única frontera. Vivíamos rodeados de agua, y sumergidos en los consejos de mi familia. Y siempre habíamos sido buenos, mi hermano y yo. Corríamos en la soledad de nuestra casa, jugando con soldaditos americanos, con naipes españoles, con sueños de irnos de allí.
